Pesquisar este blog

sábado, 6 de fevereiro de 2010

asesinan a una compa en Honduras

Qué mierda tener que volver a estas "informaciones", a copiar estos mensajes.

Desde aquí, se siente una impotencia tan grande... pero así y todo seguimos, porque como ellas llaman, no nos agarrará el machista cabrón, así le dicen al silencio.
K lindas que son estas mujeres, feministas en resistencia. LUCHADORAS.
desde aqui, un abrazo inmenso!!! y toda mi rabia e indignación.

Copio aqui las palabras de la Jessi.


Ayer (jueves 4 de febrero) asesinaron a Vanessa Zepeda de 29 años.
Su cadáver apareció tirado en la colonia Loarque, acá en Tegucigalpa. Era miembra de la resistencia y del Sindicato de Trabajadores del Instituto Hondureño de Seguridad Social.
Es un aviso para nosotras. Lo circulo, porque a pesar de saber que tenemos que cuidarnos, no puedo con la indignación y la rabia. Esto tiene que saberse, aunque no sé bien para qué, porque a estos cabrones les importa un carajo la presión internacional.
Abrazo
Jéssica


nosotras seguimos gritando:
ni golpe de estado, no golpe a las mujeres, cabrones!!!

terça-feira, 2 de fevereiro de 2010

Ay pena, penita, pena...

encontré esta versión con la Lola Flores, maravillosa!!!

Otra lágrima para Tomás Eloy Martínez

El otro día, cuando vi la muerte, impensada e inesperada de Lhasa, cantora maravillosa, me vino esa sensación al alma, de… ¡ya no habrá más canciones nuevas!
Ayer, cuando estaba mirando el Página 12 y vi que hablaban de Tomás, uno de mis escritores favoritos de novelas, me alegré pensando que se trataría de un libro nuevo.

Pero no. Nunca imaginé que se trataba de su partida.

Se ve que el cáncer está muy activo, hay personas que se salvan, otras que posponen un tiempo su partida, y otras, que son arrebatadas en plena vida, como el caso de Lhasa, ya no el de Tomás.
Ay pena penita nos canta Serrat, ¿Dónde pongo lo hallado? Nos canta Silvio.
¡¿Y yo?! Qué hago con las expectativas, en un próximo viaje a Buenos Aires, cuando esté mirando las novedades con mi “año de atraso” y ya Doña Marta no me pueda mostrar el nuevo CD de ella, o libro de él. Me queda el “consuelo” momentáneo de no haber leído toda su obra.
Menos mal, pero mal al fin.

Otra lágrima

Morre o jornalista e escritor argentino Tomás Eloy Martínez

O jornalista e escritor argentino Tomás Eloy Martínez morreu neste domingo aos 75 anos após anos de luta contra um câncer.
Martínez nasceu em 1934, na cidade de San Miguel de Tucumán, colaborava como colunista nos jornais “El País”, “La Nácion” e “New York Times”. Em 2009, ele recebeu o prêmio Ortega y Gasset de jornalismo.
Martínez foi o principal autor de romances políticos da Argentina. Perón e Evita ganharam projeção dramática e tratamento ficcional, tendo a verdade histórica como ingrediente essencial dos livros “Romance de Perón” e “Santa Evita”.
Exilado durante todo o período militar argentino (1976-1983) em decorrência da perseguição de um grupo de extrema direita, ele viveu na Europa e na Venezuela.
O último livro de Martinéz lançado no Brasil foi o romance “Purgatório”, que retrata a personagem que busca o amante desaparecido por 30 anos e o reencontra sem que tenha envelhecido.
Em entrevista a Folha em julho de 2009, o escritor falou sobre a proximidade entre o tema do livro e a sua época no exílio. “O exílio e o purgatório têm muito em comum. Em ambos a essência é a espera, uma espera que parece infinita, ao mesmo tempo uma espera cheia de esperança”.


La pasión según Tomás Eloy Martínez



El escritor y maestro de periodistas mezcló sus dos formas de narrar con resultados notables en La novela de Perón y Santa Evita. Trabajó en La Opinión y Primera Plana y fue el creador del primer suplemento literario de Página/12, Primer Plano.
Por Silvina Friera

Cuando tenía menos de 10 años, Martínez escribió su primer cuento para burlar el castigo de sus padres, que le habían prohibido leer.
Los azares del periodismo lo acercaron con insistencia al tema de la muerte. Hacia mediados de los ’60 advirtió, en Hiroshima y Nagasaki, que “un hombre puede morir indefinidamente, y que la muerte es una sucesión, no un fin”, según señaló en el prólogo de uno de sus mejores libros, el anfibio Lugar común la muerte, publicado durante su exilio en Caracas, en 1978. El escritor y maestro de periodistas Tomás Eloy Martínez murió ayer a los 75 años, tras una larga pulseada contra el cáncer. De niño, cuando tenía menos de diez años, escribió su primer cuento para burlar el castigo de sus padres, que le habían prohibido leer. Poco a poco el joven encontró en la ficción una forma de rebelión extrema. Por la imperiosa necesidad de ganarse la vida empezó a foguearse en La Gaceta de Tucumán, la ciudad donde había nacido en 1934; pero pasó por muchas redacciones como el semanario Primera Plana, la revista Panorama; dirigió el suplemento cultural del diario La Opinión y creó el primer suplemento literario de Página/12, Primer Plano.
Su fama de joven impetuoso y obstinado se confirmó con una anécdota que le contó a este diario cuando hace dos años publicó Purgatorio (Alfaguara), en la que exploró por primera vez los años de la última dictadura militar. El narrador de su última novela confiesa en un momento que le hubiera gustado ser poeta. A Tomás, qué duda cabe, también. ¿Quién no empezó escribiendo poemas? A los 14 años, como era un chico “muy osado”, se presentó a un concurso de poesía en Tucumán. “Y les gané a poetas extraordinarios, a los que admiraba y admiro mucho ahora –recordaba en esa entrevista–. Por suerte me pararon en ese camino, alguien que quizá no se acuerda de esta historia. Terminé un libro de poesía y me presenté a un concurso cuando tenía 17 años. Conocía muy bien a María Elena Walsh y le conté que iba a presentar un libro al concurso. Ella me dijo: ‘Mirá que yo soy una jurado muy rigurosa’. ‘Mejor’, le dije. Presenté el libro y no gané, lo ganó otro poeta, cordobés. En esa época me parecía que mi libro era mejor que el libro del cordobés. Y le dije: ‘María Elena, ¡premiaste a un poeta que me parece menor!’”. Muchacho bravo, nunca dejó de admitir que Walsh fue la responsable de que “un mal poeta” abandonara a tiempo la poesía.
Martínez llevó hasta las últimas consecuencias su convicción de que la escritura periodística es un acto de libertad. Cuando era director de la revista Panorama, en 1972, recibió la orden de publicar sobre Trelew sólo la versión oficial de los hechos que desembocaron en el fusilamiento de dieciséis guerrilleros, en agosto de ese año. La falsedad de la versión oficial era tan evidente que supo que no podía cometer esta falta de respeto con el periodismo. “Si bien no desmentí la versión oficial, escribí que si en este acto se ha derramado sangre sin un juicio justo iba a correr sangre. Lamentablemente, ese vaticinio resultó después cierto”, contó el escritor, que fue despedido por única vez de un medio periodístico por “daño a la empresa”. El periodista viajó a Trelew para averiguar de primera mano qué había pasado realmente. “Me encontré la primera manifestación pública contra el régimen militar de ese momento. Unas 12 mil personas se levantaron contra la toma de prisioneros dentro del pueblo y formaron una especie de comuna.” La pasión según Trelew, publicado en 1974, fue quemado durante la dictadura en una plaza de Córdoba y prohibido durante mucho tiempo. En 1975, amenazado por la Triple A, debió exiliarse en Caracas, donde fundó El Diario. “Al condenarme al exilio tuve que trabajar como un alfarero, peor, como un carpintero, escribiendo libros que firmaban otros para poder sobrevivir y mandar algún dinero a los hijos que tenía aquí”, se quejaba el escritor al repasar su vida en Venezuela.
Su primera ficción, La novela de Perón (1985), arrancó como un trabajo de investigación periodística “muy acucioso”, que nació de la necesidad de “enmendarle la plana a Perón”, como confesó el año pasado, cuando se presentó la Biblioteca Tomás Eloy Martínez, la reedición de toda su obra que viene llevando a cabo la editorial Alfaguara. El escritor se dio cuenta de que Perón le estaba ocultando hechos importantes de su vida. “Estaba usándome para construir su monumento personal”, evocaba Martínez. “Me dije que tenía que explorar qué había detrás de todo esto que Perón contaba y dónde estaba lo cierto y lo que no era cierto.” Toda esa exploración está narrada y referida en Las vidas del general (2004). “Cuando empecé a escribir La novela de Perón, durante el exilio, tenía una discusión cotidiana con un matemático que vivía enfrente de casa, Manuel Sadosky. Yo le decía que mi desafío era revelar la verdad en la misma dirección con que Sarmiento escribió el Facundo. El Facundo que ahora conocemos es el de Sarmiento y no el Facundo real; yo quería que el Perón que conocieran las generaciones futuras fuera el de mi novela. ‘No querés poca cosa vos’, me decía Manuel. Perón devora todo porque tiene su propia ley de gravedad. Pero me bastaba con que mi novela lo desafiara”, subrayó el escritor, que dirigió durante muchos años el programa de Estudios Latinoamericanos de la Rutgers University, de Nueva Jersey, y fue uno de los referentes de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, creada por su entrañable amigo Gabriel García Márquez.
Críticos y lectores suelen encasillar automáticamente a los escritores, sin importar que en el oficio de la escritura muchos, como Martínez, derramen la vida, los sueños, las energías. Aunque ya estaba con Santa Evita en la cabeza, antes de que se publicara (1995), prefirió avanzar sobre su novela tucumana La mano del amo (1991), para evitar que lo consideraran “un peronólogo, o peor que eso, un peronista, con todo respeto por el peronismo”, ironizaba el escritor, que en 2002 recibió el premio Alfaguara por su novela El vuelo de la reina. A este reconocimiento literario se agregaron el premio Ortega y Gasset de periodismo en 2009 que otorga el diario El País, donde fue columnista, y su incorporación en junio pasado a la Academia Nacional de Periodismo.
Martínez conservaba quizá un resabio de amargura por “cierta falta de reconocimiento como escritor”, como si con cada novela tuviera que rendir una “prueba de calidad” por “cometer el pecado de ser un excelente periodista”. Estaba convencido de que las mejores críticas a sus libros venían de Alemania, Inglaterra, Estados Unidos, Francia e Italia. Curiosamente, en la lista no estaba la Argentina. “Como he sido crítico, también sé que muchas veces se lee con el hígado, con las simpatías y antipatías personales”, decía el autor de Réquiem por un país perdido (2003) y El cantor de tango (2004). “Ahora me da lo mismo cómo leen, ya no me importa, pero sé que me van a leer con el hígado, con los riñones, con el buen o malhumor del día. Es decir que van a leerme como me quieren leer”. El hombre que se lanzó a la aventura de escribir uniendo dos grandes ríos que son afluentes de un mismo mar, el periodismo y la literatura, deja un puñado de libros inolvidables.

Haití




Eduardo Galeano


El primer día de este año, la libertad cumplió dos siglos de vida en el mundo. Nadie se enteró, o casi nadie. Pocos días después, el país del cumpleaños, Haití, pasó a ocupar algún espacio en los medios de comunicación; pero no por el aniversario de la libertad universal, sino porque se desató allí un baño de sangre que acabó volteando al presidente Préval.
Haití fue el primer país donde se abolió la esclavitud. Sin embargo, las enciclopedias más difundidas y casi todos los textos de educación atribuyen a Inglaterra ese histórico honor.
Es verdad que un buen día cambió de opinión el imperio que había sido campeón mundial del tráfico negrero; pero la abolición británica ocurrió en 1807, tres años después de la revolución haitiana, y resultó tan poco convincente que en 1832 Inglaterra tuvo que volver a prohibir la esclavitud.
Nada tiene de nuevo el ninguneo de Haití. Desde hace dos siglos, sufre desprecio y castigo. Thomas Jefferson, prócer de la libertad y propietario de esclavos, advertía que de Haití provenía el mal ejemplo; y decía que había que “confinar la peste en esa isla”. Su país lo escuchó. Los Estados Unidos demoraron sesenta años en otorgar reconocimiento diplomático a la más libre de las naciones.
Mientras tanto, en Brasil, se llamaba haitianismo al desorden y a la violencia. Los dueños de los brazos negros se salvaron del haitianismo hasta 1888. Ese año, el Brasil abolió la esclavitud. Fue el último país en el mundo.
Haití ha vuelto a ser un país invisible, hasta la próxima carnicería. Mientras estuvo en las pantallas y en las páginas, a principios de este año, los medios trasmitieron confusión y violencia y confirmaron que los haitianos han nacido para hacer bien el mal y para hacer mal el bien.
Desde la revolución para acá, Haití sólo ha sido capaz de ofrecer tragedias. Era una colonia próspera y feliz y ahora es la nación más pobre del hemisferio occidental. Las revoluciones, concluyeron algunos especialistas, conducen al abismo. Y algunos dijeron, y otros sugirieron, que la tendencia haitiana al fratricidio proviene de la salvaje herencia que viene del África.
El mandato de los ancestros. La maldición negra, que empuja al crimen y al caos. De la maldición blanca, no se habló.
La Revolución Francesa había eliminado la esclavitud, pero Napoleón la había resucitado: –¿Cuál ha sido el régimen más próspero para las colonias? El anterior. Pues, que se restablezca–. Y, para reimplantar la esclavitud en Haití, envió más de cincuenta naves llenas de soldados. Los negros alzados vencieron a Francia y conquistaron la independencia nacional y la liberación de los esclavos. En 1804, heredaron una tierra arrasada por las devastadoras plantaciones de caña de azúcar y un país quemado por la guerra feroz. Y heredaron “la deuda francesa”. Francia cobró cara la humillación infligida a Napoleón Bonaparte.
A poco de nacer, Haití tuvo que comprometerse a pagar una indemnización gigantesca, por el daño que había hecho liberándose. Esa expiación del pecado de la libertad le costó 150 millones de francos oro. El nuevo país nació estrangulado por esa soga atada al pescuezo: una fortuna que actualmente equivaldría a 21,700 millones de dólares o a 44 presupuestos totales del Haití de nuestros días. Mucho más de un siglo llevó el pago de la deuda, que los intereses de usura iban multiplicando. En 1938 se cumplió, por fin, la redención final. Para entonces, ya Haití pertenecía a los bancos de los Estados Unidos.
A cambio de ese dineral, Francia reconoció oficialmente a la nueva nación. Ningún otro país la reconoció. Haití había nacido condenada a la soledad. Tampoco Simón Bolívar la reconoció, aunque le debía todo. Barcos, armas y soldados le había dado Haití en 1816, cuando Bolívar llegó a la isla, derrotado, y pidió amparo y ayuda. Todo le dio Haití, con la sola condición de que liberara a los esclavos, una idea que hasta entonces no se le había ocurrido. Después, el prócer triunfó en su guerra de independencia y expresó su gratitud enviando a Port-au-Prince una espada de regalo. De reconocimiento, ni hablar. En realidad, las colonias españolas que habían pasado a ser países independientes seguían teniendo esclavos, aunque algunas tuvieran, además, leyes que lo prohibían. Bolívar dictó la suya en 1821, pero la realidad no se dio por enterada. Treinta años después, en 1851, Colombia abolió la esclavitud; y Venezuela en 1854.
En 1915, los marines desembarcaron en Haití. Se quedaron diecinueve años. Lo primero que hicieron fue ocupar la aduana y la oficina de recaudación de impuestos. El ejército de ocupación retuvo el salario del presidente haitiano hasta que se resignó a firmar la liquidación del Banco de la Nación, que se convirtió en sucursal del Citibank de Nueva York.
El presidente y todos los demás negros tenían la entrada prohibida en los hoteles, restoranes y clubes exclusivos del poder extranjero. Los ocupantes no se atrevieron a restablecer la esclavitud, pero impusieron el trabajo forzado para las obras públicas. Y mataron mucho.
No fue fácil apagar los fuegos de la resistencia. El jefe guerrillero, Charlemagne Péralte, clavado en cruz contra una puerta, fue exhibido, para escarmiento, en la plaza pública. La misión civilizadora concluyó en 1934. Los ocupantes se retiraron dejando en su lugar una Guardia Nacional, fabricada por ellos, para exterminar cualquier posible asomo de democracia.
Lo mismo hicieron en Nicaragua y en la República Dominicana. Algún tiempo después, Duvalier fue el equivalente haitiano de Somoza y de Trujillo.
Y así, de dictadura en dictadura, de promesa en traición, se fueron sumando las desventuras y los años. Aristide, el cura rebelde, llegó a la presidencia en 1991. Duró pocos meses. El gobierno de los Estados Unidos ayudó a derribarlo, se lo llevó, lo sometió a tratamiento y una vez reciclado lo devolvió, en brazos de los marines, a la presidencia. Y otra vez ayudó a derribarlo, en este año 2004, y otra vez hubo matanza. Y otra vez volvieron los marines, que siempre regresan, como la gripe. Pero los expertos internacionales son mucho más devastadores que las tropas invasoras.
País sumiso a las órdenes del Banco Mundial y del Fondo Monetario, Haití había obedecido sus instrucciones sin chistar. Le pagaron negándole el pan y la sal. Le congelaron los créditos, a pesar de que había desmantelado el Estado y había liquidado todos los aranceles y subsidios que protegían la producción nacional. Los campesinos cultivadores de arroz, que eran la mayoría, se convirtieron en mendigos o balseros. Muchos han ido y siguen yendo a parar a las profundidades del mar Caribe, pero esos náufragos no son cubanos y raras veces aparecen en los diarios. Ahora Haití importa todo su arroz desde los Estados Unidos, donde los expertos internacionales, que son gente bastante distraída, se han olvidado de prohibir los aranceles y subsidios que protegen la producción nacional.
En la frontera donde termina la República Dominicana y empieza Haití, hay un gran cartel que advierte: El mal paso. Al otro lado, está el infierno negro. Sangre y hambre, miseria, pestes. En ese infierno tan temido, todos son escultores. Los haitianos tienen la costumbre de recoger latas y fierros viejos y con antigua maestría, recortando y martillando, sus manos crean maravillas que se ofrecen en los mercados populares. Haití es un país arrojado al basural, por eterno castigo de su dignidad. Allí yace, como si fuera chatarra. Espera las manos de su gente.